3 de agosto de 2009
CUADERNO INFANCIA 43
Es de noche, es verano, probablemente ya cenamos pero igual salgo a la vereda. Mi casa está sobre la calle Emilio Lamarca y yo la recorro para ver si encuentro a alguien. El único farol encendido está justo a mitad de cuadra, exactamente a la altura de la fachada del conventillo, una pared descascarada de colores claros. Antes de llegar hasta esta zona iluminada me encuentro con Eduardo y algunos amigos. Todos están en un pasillo con la puerta abierta. Me meto en el pasillo y me entero por ellos de que ésa es una noche especial. Creo que ya la sentía así desde antes de que me lo dijeran. Pero ahora me explican por qué es tan especial: esa misma noche se va a producir el fin del mundo (en realidad el fin del mundo “va a venir”). Yo les pregunto qué quiere decir eso. Me explican algo que ya sé por el sentido de las palabras: que el mundo entero con nosotros adentro se va a terminar. Lo que no alcanzo a comprender es cómo, si viene el fin del mundo, ellos están tan tranquilos esperando el acabamiento total. Me dan detalles. Me explican el fin del mundo como una especie de terremoto donde morimos aplastados por objetos gigantescos. Alguno es todavía más gráfico: una roca gigantesca (en mi imaginación absolutamente desmesurada) va a caerme encima y me va a dejar plano como una feta de queso. Vuelvo a casa espantado en compañía de esa imagen de una roca móvil que viene no sé de dónde para terminar conmigo. Es de color gris oscuro, tiene numerosos relieves y es grande, muy grande. Todavía hoy puedo reproducirla a voluntad en mi mente, con sólo convocarla.
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