27 de septiembre de 2009
SARTRE. ALGUNAS CLAVE DE SU TEORÍA DEL TEATRO. Segunda Parte.
c)La acción dramática es inexorable.
De acuerdo con Sartre, la acción dramática es la exposición de una acción por la cual lo que se expone o dramatiza es a una persona o un grupo de personas que está queriendo algo trata de conseguirlo. En este sentido, escribir una pieza teatral significa lanzar a la gente en una empresa.
Y para construirla es muy importante definir exactamente en qué posición puede estar cada personaje, en función de las causas y contradicciones anteriores que las han producido y cómo se vinculan con la acción principal: un personaje se define positivamente por su situación y por su acción, y negativamente por su resistencia a la acción. La acción dramática es irreversible, se radicaliza todo el tiempo. Si se quiere volver atrás no se puede, inexorablemente hay que dirigirse hacia un objetivo final. La acción no puede existir sin radicalizarse: si se detiene, desaparece. Para Sartre se trata de mostrar los actos individuales y luego cómo se derivan de ellos los conflictos que reflejan las contradicciones sociales: esta acción toca fondo cuando suprime los personajes del comienzo, convirtiendo así la radicalización misma en un triunfo. La acción no puede ser detenida por el espectador, aunque éste pueda preverla. (Según Sartre esta impotencia se manifiesta muy bien en el coro antiguo que comenta, reprende, pero no es escuchado). De esta idea de la acción dramática Sartre deriva su particular y efectiva concepción de lo que debe ser el lenguaje en el teatro: si todo lo que constituye la pieza es acción dramática, entonces la palabra misma es acción. La palabra es un acto, una manera de actuar. Pero el lenguaje en el teatro debe ser elíptico: en un texto siempre tiene que faltar aquella parte que contiene completamente el pensamiento del actor-personaje; y es precisamente dicha parte la que tendrá que ser expresada por los gestos. Y si, como vimos, la acción es irreversible, también el lenguaje debe ser irreversible, o sea necesario. Los textos dramáticos deben estar construidos según un orden tal que no se pueda colocar ni un solo párrafo de prosa dramática, ni una sola frase antes o después que otra, como si el orden de las frases fuera indistinto. Si la acción es irreversible, la historia será también irreversible y cada oración jugará en el texto un papel determinado según cuál sea el lugar que ocupa en la totalidad. Y el lugar que cada frase ocupa no será intercambiable con otro lugar u otra frase. Cada instante estará constituido de modo tal que cada palabra no pueda ir más que en el lugar donde está.
d) Sartre y el teatro épico.
En oposición al teatro burgués, que nunca expone los cambios del hombre, que siempre nos oculta los cambios del mundo, que nunca muestra que el mundo cambia al hombre y que éste cambia al mundo, que trata de fijar la imagen de un hombre eternamente parecido a sí mismo en un universo que no cambia jamás, Sartre reivindica la figura de Brecht, para quien no hay ningún drama individual que no esté enteramente condicionado por la situación histórica y que, al mismo tiempo, no se revierta sobre la situación social para condicionarla. Sartre indica que el teatro épico nació en gran parte como una reacción contra el expresionismo, que parte directamente de lo universal y concluye en el pesimismo que muestra al hombre enfrentado al mundo. Sartre señala que aunque las piezas épicas evocan los dramas isabelinos, antes que la influencia de los trágicos griegos, tienen en común con éstos el manejo de una ideología colectiva, un método y una fe. En Brecht se invierte la identificación de lo verdadero y lo ilusorio. El hecho representado denuncia él mismo su ausencia: este hecho perteneció a otra época o no existió jamás, la realidad se esfuma en la pura apariencia. Pero estos falsos semblantes nos revelan las leyes verdaderas que rigen la conducta humana. Sartre considera que Brecht es clásico por su preocupación por la unidad: para Brecht el verdadero objeto teatral es el hecho entero que remueve las capas sociales y las personas, que hace del desorden individual el reflejo de los desórdenes colectivos. Sus piezas poseen una economía clásica. Sartre interpreta con justicia las ideas de Brecht al señalar que éste no quiere emocionarnos demasiado (y no que quiere prescindir completamente de las emociones) para que en cada instante disfrutemos de la libertad de escuchar, de ver y de comprender. El teatro épico nos habla de un monstruo terrible, el nuestro, pero quiere abordarlo sin aterrorizarnos: el resultado es una imagen irreal y verdadera, aérea, inabarcable y multicolor donde las violencias, los crímenes, la locura y la desesperación se convierten en objeto de una contemplación calma. Sus personajes nos asombran como los de una civilización que nos es extraña. Brecht no pone héroes en escena, ni tampoco mártires. En sus obras la salvación individual es imposible: es necesario que la sociedad cambie en su totalidad. Y la función del dramaturgo continúa siendo esa “purificación” de la que hablaba Aristóteles. Según Brecht los espectadores somos cómplices y víctimas al mismo tiempo. La purificación toma en él otro nombre: toma de conciencia. Esta difícilmente pueda lograrse a través de la identificación, la cual constituye una manera casi carnal de vivir la vinculación con la imagen y por lo tanto de no conocerla. El objetivo de Brecht es mostrarnos al hombre de hoy por medio del distanciamiento, lo cual significa hacer que nos descubramos a nosotros mismos como si fuéramos los otros, como si otros hombres nos miraran. En oposición al teatro burgués, que nos presenta un héroe positivo con el que el público se identifica sin sufrir ningún tipo de incomodidad, Brecht desea que el espectador abandone el teatro con malestar, es decir, captando la contradicción a través de sus causas, pero sin posibilidades de superarla emocionalmente. El teatro épico busca provocar el razonamiento antes que la identificación. Quiere provocar aquello que es la fuente de toda filosofía: el asombro, lo cual se logra dando como no familiar aquello que habitualmente se considera habitual. El teatro épico reemplaza los conflictos del teatro clásico por las contradicciones. El hombre social que se presenta es pasible de extrañamiento y cuando esto se logra se captan las contradicciones de la propia época, a través de una figura que es extraña al espectador y que no lo toca. La acción del personaje individual presenta las contradicciones del mundo. Por esta razón Sartre interpreta el término épico como aquel que presenta la aventura de una sociedad y nunca de una persona solamente.
Pero aunque Sartre valora la figura de Brecht y capta con lucidez las posibilidades del teatro épico, nunca deja de advertir las limitaciones con las que éste se enfrenta. Sartre señala que el hombre no llega jamás a ser objeto para sí mismo: indefectiblemente se interpone la imagen. Si uno se encuentra consigo mismo en un espejo y no se da cuenta de que es él mismo, entonces se enfrenta a sí mismo como si fuera un objeto, es decir, en esos breves instantes se origina un proceso de objetivación. No obstante, no bien nos reconocemos dejamos de ser un objeto para convertirnos en imagen. Esta imagen está fuera de mi alcance, fuera de mi experiencia, no la puedo atrapar. Es una imagen porque precisamente no podemos hacer nada con ella. Sartre cita un ejemplo de la novela de Aldous Huxley, Antic Hay: el héroe abre por casualidad un portafolio y se encuentra con un retrato de sí mismo realizado por uno de sus amigos. En ese momento se produce un “shock de objetividad”: el héroe se enfrenta a la mirada del amigo que para dibujarlo inevitablemente lo ha convertido en objeto. Ahora bien, tampoco el dibujo es un objeto. En el momento en que el héroe de la novela se observa a sí mismo en el dibujo pasa a
imagen retrato diseñado y es una imagen porque no puede ejercer ninguna acción sobre ese retrato. De este modo, señala Sartre, uno se siente permanentemente objetivado por alguien, es decir, en vías de convertirse en objeto, uno siente que se atomiza, que se pierde en la objetividad y entonces lo que se busca es captar tal objetividad y, cuando se trata de obtenerla, lo que se encuentra es una imagen. Entonces la tesis central de Sartre es que el hombre no puede verse a sí mismo desde afuera, es decir, no puede captarse a sí mismo como objeto.
Y lo que es cierto para el hombre concebido en tanto individuo no pierde su validez cuando se considera al hombre en tanto grupo social. Tampoco un grupo social puede verse desde afuera, tampoco puede captarse como objeto ya que tal cosa significaría comprender los fines de ese grupo social y, al mismo tiempo, no comprenderlos. Podría decirse que sólo se comprende a un hombre (como individuo o grupo social) en tanto se participa de sus fines. Y si esto es así tal comprensión equivale a instalarse en un mundo completamente cerrado o, mejor dicho, limitado ya que no se puede salir de este mundo para poder observarlo desde afuera: siempre habrá un momento en el cual se compartirán los mismos fines de aquél a quien uno está juzgando y comprendiendo. Si por alguna razón se deja de pronto de compartir tales fines y el otro se transforma únicamente en un ente comprensible según un orden causal, en este mismo momento perdemos al hombre y tenemos un insecto. En otras palabras, no hay lugar para que los hombres se conozcan unos a otros, completamente, como objetos: por un lado tenemos la comprensión por la cual uno participa de alguna manera en los fines del otro y gracias a la cual el hombre no es jamás objeto para otro hombre, sino un cuasi-objeto; y por otro lado el rechazo a comprender, es decir el rechazo absoluto a participar de los fines del otro (por ejemplo, difícilmente uno trata de entender las razones de un criminal de guerra) rechazo que nos lleva a tomar al otro como un objeto que debe ser mostrado a los demás. De estas observaciones Sartre deduce entonces que la función del arte que representa al hombre tiene su origen en un fracaso: no habría tal género de arte si verdaderamente los hombres fueran objetos reales los unos para los otros. Hay arte porque jamás llegamos a ver totalmente a un hombre de frente. Hay arte porque en lugar de tal objetividad tenemos las imágenes, con las cuales debemos establecer vínculos especiales.
Y es sobre esta base que Sartre funda su crítica a Brecht y el teatro épico. A diferencia del teatro dramático, en el cual el autor habla en su propio nombre, en el teatro épico el autor desaparece. Y esta ausencia del autor en el teatro épico es lo que produce el distanciamiento, que precisamente puede darse cuando no se participa de los fines del grupo social: entonces se puede mostrar a la gente desde afuera e incluso volcar en una canción lo que ellos piensan. Pero cuando se está en una sociedad con la cual se comparten los principios, el distanciamiento se vuelve mucho más difícil, ya que entonces se pasa de la actitud demostrativa a una actitud comprensiva. Sartre critica a Brecht porque nunca supo darle un lugar real a su propia subjetividad, reconociéndola en su justa medida. Sartre considera que la forma épica va al fracaso ya que a lo máximo que se puede aspirar es a la cuasi-objetividad del hombre: jamás se llegará a tener un hombre objetivo. Por lo demás, considera difícil afirmar un teatro demostrativo cuando no se está seguro de aquello que este teatro demuestra: hay unas quinientas interpretaciones diferentes de Marx. ¿Sobre cuál de ella nos apoyamos para demostrar lo que queremos decir? Por lo tanto, el distanciamiento no se presenta como imprescindible. En otras palabras, puede haber una gran cantidad de teatros épicos que tengan sentidos diferentes.
Y lo que él considera teatro dramático debe justamente ser corregido con un poco de objetividad para que no se incline demasiado hacia la simpatía, hacia la Einfuhlüng, con lo cual se arriesgaría a caer del lado burgués.
Héctor Levy-Daniel
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