21 de noviembre de 2011

CUADERNO INFANCIA 60


Venganzas.
Las dos anécdotas son muy parecidas, las dos son historias de venganza infantil.
La primera: estoy en séptimo grado en un colegio donde hice primero y segundo. Desde tercero a sexto he asistido a la Escuela Integral Maimónides, donde estudio (o mejor dicho no estudio) castellano a la mañana, inglés al mediodía y hebreo por la tarde. A medida que pasan los años los resultados son cada vez más desastrosos. Mamá, harta de mí y de las maestras que la convocan para señalarle que soy un mal alumno y que mi conducta es pésima, me saca de ese colegio de doble escolaridad y me vuelve a inscribir en el Alfredo Colmo, donde quienes fueron mis compañeros de primero y segundo me reciben con calidez y alegría. Sin embargo, en quinto grado hay dos chicos que no son tan amables conmigo. En los recreos un rubio con flequillo y de ojos de color castaño y un gordo de cachetes rosados se burlan de mí, me insultan desde lejos, me dicen las peores barbaridades. Y cuando quiero acercarme a ellos siempre logran escabullirse. Poco a poco se me transforman en una obsesión ya que no puedo salir al patio tranquilo y tampoco quiero generar una escena de pelea en medio del recreo.
Fuera del colegio, he conseguido, a mis once años, un trabajo de cadete de la farmacia que está sobre Avellaneda, entre Joaquín V. González y San Nicolás. Mi tarea consiste en mantener limpio el local, buscar con mi bicicleta los remedios de la droguería y repartirlos entre los clientes del barrio. La farmacia está cerca del colegio, por lo cual muchas veces me encuentro con alumnos de todos los grados. Una mañana, casi llegando al mediodía, yo he terminado todos los repartos y me dirijo de vuelta a la farmacia. De lejos veo algo que no puedo creer que sea verdad: el gordito de cachetes rosados que me insulta en los recreos en complicidad con el rubio se dispone a entrar en su casa. Está en la entrada de un edificio de departamentos y ha tocado el timbre del portero eléctrico. Espera que le abran. No dudo un instante. Trepo a la vereda con mi bicicleta, me bajo, la dejo acostada sobre las baldosas. El gordito me ve e inmediatamente entiende cuál es su destino. Tiene un primer impulso de correr, pero adivina que lo voy a alcanzar en dos segundos. A medida que me acerco, toca con desesperación el timbre una y otra vez. Sin que crucemos una sola palabra, lo tomo con una de mis manos y le pego repetidas veces con la otra. Suena la chicharra del portero eléctrico, demasiado tarde para él, que ya tiene toda la cara hinchada. Lo dejo entrar, me subo a mi bicicleta “Bambina” de color naranja y enfilo por la calle con una sensación de alivio profundo.
La segunda: en el mismo edificio de Mar del Plata donde pasamos las vacaciones con mi papá, un edificio que está ubicado en las calles Brown y Olavarría, hay un chico que también me insulta y se burla de mí. Se las arregla para decirme siempre las peores cosas de tal manera que yo pueda oírlo, pero no sus padres, de quienes nunca se separa. Su técnica astuta consiste en estar dos o tres pasos adelante de sus padres, proferirme insultos y burlas de todo tipo y retroceder inmediatamente cuando nota que me acerco a él. Tiene el pelo negro y un permanente gesto despectivo que me irritan enormemente. El chico se comporta como si supiera todo lo que me provoca y entonces sumara los insultos para terminar de enloquecerme. Sin embargo, una mañana de sol, apenas salgo del edificio, lo veo en la esquina, a pocos metros de mí. El chico, que evidentemente no puede contenerse, vuelve a insultarme. Yo busco a los padres para saber dónde están pero no los veo lo cual me hace pensar que es mi gran oportunidad. Me le acerco tan rápido como puedo, pero él, con toda tranquilidad y una sonrisa gira la cabeza y grita “Tío”, “Tío”. El tío es un hombre joven que está en la vereda de enfrente junto al capó abierto de un auto, en el que revisa algo del motor. Me queda claro que también esa vez tendré que resignarme a los insultos. Pero en el mismo momento en que el chico termina de llamar al tío, un colectivo que tiene su parada precisamente en esa esquina se detiene allí, se interpone entre el tío y el sobrino. La sonrisa del chico se convierte en un gesto de terror. En menos de un segundo su suerte se ha invertido. Mientras el colectivo se mantiene detenido para que la gente suba y baje en la parada, yo aprovecho para darle piñas a toda velocidad, le pego todo lo que puedo en el tiempo más breve. Cuando el colectivo arranca, vuelve a establecerse la comunicación entre el sobrino maltrecho y el tío. Pero yo ya me he refugiado de nuevo dentro del edificio.

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