29 de agosto de 2012
CUADERNO INFANCIA 61
Tengo unos diez u once años y es la semana de Pesaj. Yo sé muy bien lo que significa porque estoy en el colegio Maimónides y he aprendido algunas cosas de religión judía, sobre todo lo que se refiere a esta festividad en particular. En Pesaj no se puede comer durante una semana ni pan ni ningún alimento que contenga trigo, pero en mi casa no sólo no se realiza el rito, el cual incluye también oraciones especialmente indicadas para esta fiesta, sino que se come lo mismo de siempre, sin respetar ningún tipo de prohibición. En otras palabras, en mi casa se come pan como todos los días. Durante la semana que dura Pesaj no tenemos de la fiesta más que una memoria lejana, vaga.
Sin embargo, una de esas noches de esa semana, en mi casa hemos terminado de comer pero todavía los platos siguen sobre la mesa. De pronto, y sin que ni un solo ruido haya anunciado su presencia, se abre la puerta e irrumpe la abuela Sofìa, una mujer de pelo gris, muy baja y muy enérgica. La abuela no sólo sigue los ritos sino que está convencida de que nosotros también los respetamos. De inmediato se suceden en la mesa una cantidad de gestos apresurados para tapar cualquier vestigio de pan que haya quedado sobre la mesa. Puedo recordar a papá cubriendo con una cáscara de banana las migas de pan que quedaron sobre el mantel . El hecho de que esté toda la familia confabulada para llevar adelante un ocultamiento y sobre todo verlo a papá en situación de tener que disimular alguna acción incorrecta delante de su madre, me provocan carcajadas que no puedo reprimir ni siquiera después que la abuela ya ha terminado su visita inesperada y papá grita porque no pusieron el cuidado necesario y cerraron la puerta de entrada con llave.
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