6 de junio de 2008

CUADERNO INFANCIA 9

Tengo once o doce años. Partido de fútbol en la Plaza Vélez Sarsfield, justo en la esquina de Bahía Blanca y Bogotá. Creo, no sé por qué, que en ese momento no tenía ninguna conciencia de que esa calle se llamaba Bogotá. Pero sí sabía los nombres de todas las calles que cruzaban Avellaneda desde Nazca hasta Segurola. En medio del partido hay un cruce entre Carlitos Steinmann y yo. En realidad la bronca viene de lejos. Hay como una violencia contenida que va a salir a la superficie en este preciso momento, en esta tarde soleada. Cruzamos algunos empujones, algunos manotazos. Piñas. Lo único que recuerdo es mi impotencia para llegar a la cara de Carlitos. Y, en contraste, la facilidad con que Carlitos me golpea en la nariz, la boca, veloz, eficaz, implacable. Mi impotencia se transforma en llanto. La pelea se detiene, lloro, doy un espectáculo que ahora me parece lamentable. Nos seguimos recriminando, no puedo recordar qué le digo. Se anota para siempre la superioridad de Carlitos Steinmann en lo que se refiere a pelea. Quedamos sin hablarnos por un buen tiempo, lo que podía significar una semana o dos, o acaso un mes. Me siento vencido, como si hubiese quedado en deuda con él para siempre. Un día estoy con mis amigos por la calle Joaquín V. González, en la que vivía Carlitos. Nos cruzamos con la madre, en la puerta de la casa o muy cerca. Todos la saludan menos yo. La mujer se da cuenta y me recrimina por no mirarla siquiera. Y me pregunta si no la saludo porque estoy enojado con Carlitos. No puedo recordar mi expresión, pero sé que me siento ridículo y que la mujer, siempre amable, piola, no se merece de ninguna manera que alguien le retire el saludo. Ni siquiera por haber perdido todo el orgullo en esa pelea. No puedo recordar mi expresión, pero sé que me mantuve callado y ese silencio se interpretó como una confirmación de que lo que la mujer me decía era cierto. Creo que nunca lo pude perdonar a Steinmann. Un día caminé hasta el quiosco que había en Gaona y Joaquín V. González. No sé qué era que tenía que comprar. Habían pasado dos o tres años desde la última vez que nos vimos. En el camino no sólo me crucé con Steinmann y con la madre sino que además fuimos caminando en el mismo sentido durante dos o tres cuadras, hasta llegar, ellos dos y yo, al mismo quiosco. Carlitos y la madre también iban a entrar allí. Ya no era el chico que había conocido sino que empezaba a asomar en él el cuerpo tosco del adolescente. En todo ese trayecto no nos saludamos. Tampoco mientras estuvimos adentro de ese quiosco en el que apenas cabíamos los tres. Nunca me pude quitar la culpa por ese episodio. Es claro que tanto él como yo teníamos la responsabilidad por no habernos saludado Pero en mi recuerdo el único culpable soy yo. Estoy seguro que fue mi rencor el que me impidió levantar la mano y decirle “hola Carlitos”. Me pregunto si él se acordará de esa última vez que nos vimos. Me pregunto si se acordará de mí. Yo lo quería, era un buen amigo y lo conocía desde muy chiquito, desde que entró al Alfredo Colmo a los siete años. Creo que a la vergüenza por la pelea perdida se sumó el dolor por una amistad que se quebró, sin que yo lo entendiera todavía, definitivamente. Ahora mismo lo puedo ver, el pelo rubio, el flequillo, los ojos claros, las pecas. Y me acuerdo de su risa contagiosa y de sus modales arrogantes, consciente de su propio valor.

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