1 de septiembre de 2008

Cine. Reseña intempestiva. Ultimo tango en París, de Bernardo Bertolucci


Una pelicula que conserva toda su riqueza, después varias décadas. En la primera escena Paul, el norteamericano maduro de 45 años encarnado por Marlon Brando, camina debajo de un puente y se detiene desesperado para insultar a Dios, en el mismo momento en que Jeanne, una joven francesa de unos veinte años (María Schneider) pasa junto a él y lo observa disimuladamente. Ella ha advertido que algo le sucede, pero sigue su camino. Luego vuelven a coincidir en el baño de un bar, aunque no se dan cuenta. Y un poco más tarde se encuentran en un mismo departamento que está en alquiler. Cada uno se mantiene aislado del otro, en ambientes alejados entre sí, sin ningún tipo de intercambio. Sin embargo, la comunicación entre los dos se inicia con un llamado telefónico que ninguno de los dos se decide a contestar hasta que simultáneamente levantan cada uno el tubo del teléfono que tiene cerca. Paul responde que en el departamento no vive nadie pero cuando el interlocutor corta, no cuelga el tubo porque sabe que Jeanne ha quedado escuchando. Por lo cual, sin colgar, deja el tubo de su teléfono en algún lugar y acude al encuentro de Jeanne, que todavía mantiene el otro tubo en su oreja, intentando captar algo. Cuando Jeanne lo ve junto a ella, queda turbada e incómoda, sin saber qué hacer. Lo que así se inicia culmina luego de un breve diálogo en una relación sexual sin palabras, luego de la cual los dos abandonan el departamento sin hablarse, en direcciones diferentes. Otro día vuelven a encontrarse allí: Jeanne visita el departamento en el mismo instante en que Paul entra con sus muebles para tomar posesión. Y entonces se establecen (Paul las impone) lo que van a ser las reglas de juego de los encuentros en ese espacio: ninguno debe conocer el nombre del otro, su historia , sus circunstancias de vida, sus problemas, sus proyectos. Se trata de constituir una especie de espacio neutro que sea pura entrega, puro presente, un vacío en el que la identidad de cada uno es una instancia de la que se puede prescindir por completo. O todavía más: la identidad es algo que debe anularse para que la entrega sea total. Para ello habrá que anular también el afuera y el universo se reducirá para los dos al ámbito de ese espacio interior. Más tarde advertimos que se hacen ciertas concesiones: cada uno se permite evocar algunos recuerdos de la infancia. Una vez consolidado este ámbito de entrega, cada uno se sustraerá a la vida cotidiana para acudir allí al encuentro con el otro. Fuera de este espacio todo se torna patético. Jeanne tiene un novio (Jean Pierre Leaud) que presuntamente realiza una película con ella como protagonista, de tal modo llegan a un punto tal que si ambos tienen una cita es solamente para que él la filme. Incluso la declaración de amor y la proposición de casamiento serán registrados por la cámara que él dirige. El novio de Jeanne sólo parece capaz de tratar a su prometida como mera imagen. Por el lado de Paul nos enteramos de que su mujer, dueña de un pequeño hotel de baja categoría, se ha suicidado cortándose las venas con una navaja de afeitar. La suegra de Paul acude para saber qué ha sucedido y se encuentra con su yerno devastado, solo, vacío. También descubrimos que unos de los huéspedes del hotel es el ex amante de la novia de Paul (este se lo muestra a su suegra), a quien ella ha logrado convertir en una especie de doble de Paul (los dos usan la misma bata, toman el mismo whisky, incluso ella ha arañado el papel de la pared de la habitación de su amante, en un intento de que quede blanca como la pared de la habitación que comparte con Paul). Por todo lo cual, el espacio neutro, prescindente del afuera, se convierte para Paul y Jeanne en una zona que usa la anulación de la identidad como estrategia, un lugar donde la cada vez más radical entrega de los cuerpos se parece cada vez más se traduce en una dependencia mutua de sus almas. Aunque Jeanne intenta escapar de este espacio nunca puede evitar volver.
Cuando entra a una de las habitaciones en las que su suegra ha preparado una cámara funeraria para su hija, Paul dedica al cadáver de su mujer (vestido, maquillado y adornado por su madre) un monólogo totalmente devastador. Luego de este discurso, Paul decide clausurar el espacio que comparte con Jeanne y encarar con ella una relación en el que cada uno conozca la identidad del otro. Sin embargo, conocer a Paul fuera del espacio produce en Jeanne un efecto de desencantamiento. Ya no es capaz de amarlo si conoce sus circunstancias concretas, prosaicas. Paul finge no advertirlo e insiste en que podrán empezar todo de nuevo en otras condiciones. La lleva a un salón donde se desarrolla un concurso de tango (compuesto por el Gato Barbieri). Paul imagina en voz alta un futuro promisorio para los dos. Beben, bailan ridículamente, escandalizan a los participantes y al jurado del concurso antes que Jeanne logre sentarse ante él en una zona de penumbra y le deje en claro que ya no quiere volver a verlo mientras lo masturba (un último contacto que ya no los involucra a los dos y funciona como despedida brutal). A partir de ese momento se produce una persecución que se registra en espacios sucesivos y termina trágicamente en la propia casa de Jeanne. Ella no ha sido capaz de reconocerlo fuera del ámbito de vacío, anulación de la identidad, entrega total. Él quizá, encontró a través de Jeanne la “forma” de la que ha hablado a su mujer muerta.

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