4 de septiembre de 2008
CUADERNO INFANCIA 23
Tengo más o menos diez años. Y esa tarde compré chascos: bombitas de mal olor, calienta sillas, piolines que se atan y explotan, explosivos para cigarrillos. Dedico ese día entero a utilizarlos, todos. Por lo cual no se puede mover una silla sin que se oiga una explosión, camino por la calle probando el mal olor que despiden unas ampollas de color amarillo cuando se rompen contra el suelo, busco a alguien que se quiera sentar en la silla y calentarse el culo con una especie de pastilla de metal que uno ubica furtivamente debajo de algún distraído. Tomo el paquete de cigarrillos que usan mis hermanos Carlos y Roberto (no puedo recordar la marca, pero podrían ser Jockey Club). Dentro de cada cigarrillo pongo una especie de pepita que explota apenas toma contacto con la brasa. A Carlos le revientan dos o tres cigarrillos. Se fastidia, no se enoja, me pregunta “¿hasta cuándo?” “¿cuántos me pusiste?”. Pero con Roberto es distinto. Llega de trabajar, o de algún otro lado, cuando ya ha oscurecido. Yo estoy ansioso por que encienda un cigarrillo y caiga en la trampa. Roberto abre el primer placard del comedor diario, saca un cigarrillo, lo enciende. Yo espero. El cigarrillo no explota sino que se incendia como si en lugar de un explosivo yo hubiese introducido un fósforo. Roberto se asusta pero instantáneamente se da cuenta de que es una broma y que yo estoy atento. Entonces convierte su sorpresa en un número de actuación. Se lleva la mano al pecho y profiere un grito ahogado. Camina con dificultad hasta el living y se arroja en el sillón. Me hace creer que ha tenido un ataque cardíaco a causa de mi broma. Y yo estoy convencido de que el ataque es real. Me preocupo sinceramente y Roberto se mantiene en ese estado durante unos minutos interminables. Luego se levanta y viene riéndose. Vuelvo a vivir.
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