Ana: El primer recuerdo que tengo es del jardín. Yo salgo del jardín de infantes con un pintorcito de color rosa y un moño rojo. En la puerta está un hombre de pelo muy corto que sonríe, me sonríe a mí. Ese hombre que no termino de reconocer se me acerca apenas bajo el último escalón, se agacha, me abraza fuerte y me acaricia la mejilla. Me mira. Después de mirarme durante unos segundos largos me da un beso. Me toma de la mano. Y yo camino sin decir palabra.
También esta casa tiene un jardín, pero este jardín está afuera. La casa entera está alejada de la calle, y cuando uno abre la puerta de una verja de hierro pintada de negro, entra por un caminito de piedra que cruza el jardín muy cuidado y lleva directamente a la puerta de la casa.
En esta casa, en este jardín, viví yo hasta los diecinueve años. O veinte. Todo familiar, todo muy familiar, todo desconocido de pronto.
En la primaria fui Andrea Gómez. Toda la primaria, Andrea, la hija del comisario. Todas mis compañeras nenas, ni un solo varón. La hija del comisario. Eso me daba una nota distinta. Yo tenía que anunciar mi llegada. Si me acercaba de improviso a algún círculo de compañeras se hacía inmediatamente un silencio. Todas se miraban, calladas. Y yo tenía que preguntar “qué pasa”. Y la respuesta siempre era la misma: “nada”. Este silencio repentino que se producía con mi llegada se repitió cientos, miles de veces. Una tarde, me acuerdo muy bien que era de tarde, a alguna nena le faltó una lapicera. Pero antes de que la nena hiciera el anuncio yo ya venía molestando a la maestra con que quería ir urgente al baño. La maestra dijo que la lapicera tenía que aparecer, que cada uno iba a revisar su propia cartuchera y su propia valija. Yo revisé todo rápido y me fui al baño con permiso. Cuando volví, habían revisado mi valija y habían encontrado ahí la lapicera que faltaba. Reaccioné, empecé a gritar que alguien había aprovechado para poner la lapicera en mi valija y que yo no me iba a mover de ahí hasta que la persona que había puesto la lapicera en mi valija no confesara. La maestra trató de calmarme pero yo no aceptaba ningún tipo de argumentos. Mi mamá, mejor dicho la esposa del comisario Gómez, vino a buscarme y me esperaba en la puerta. La maestra tuvo que salir para decirle lo que había pasado y explicarle que yo todavía estaba en mi pupitre (a pesar de que todas mis compañeras se habían ido). La esposa del comisario que se desempeñaba en ese momento como mi madre estuvo hasta las siete y media tratando de hacerme entender que el colegio tenía que cerrar y que yo no podía estar a esa hora ahí. A las ocho anunciaron la llegada del comisario Gómez, que entró al aula y trató de convencerme durante un buen rato. Delante del comisario yo le recriminé a los gritos a la maestra por haber dejado que otras nenas hubiesen revisado mi valija sin que yo estuviera presente. El comisario me dijo que era hora de irnos y como yo insistí en quedarme hasta que la cosa no se aclarara el comisario, a las nueve menos cuarto de la noche, me levantó a la fuerza, me metió en el auto y me llevó a casa. Después de ese día estuve casi una semana con fiebre. Nunca más volví a ese colegio. Yo entendí que el comisario era una persona capaz de usar la fuerza.
La pieza El archivista, de Héctor Levy-Daniel, fue estrenada en abril de 2001 bajo la dirección de Marcelo Mangone en el Centro Cultural Recoleta en el marco de la primera edición del ciclo Teatro por la Identidad.
Aunque este monólogo sirvió para la construcción de la obra, no forma parte de la misma.
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