18 de julio de 2009

CUADERNO INFANCIA 41


Domingo a la mañana en la casa de Emilio Lamarca. Tocan el timbre y entra mi tía Sara, medio hermana de mi papá, viuda. Es alta, flaca, de huesos grandes y siempre de negro, difícilmente la puedo recordar vestida de otro color. Mi tía está muy alterada y habla sin parar, quiere ver a mi papá. Es temprano para un domingo, serán cerca de las diez y las únicas personas despiertas en la casa somos mi hermana Gaby y yo. Trato de explicarle que mi papá y mi mamá están durmiendo pero ella no entiende razones, quiere despertarlo. Últimamente ha estado muy perturbada por un asunto de mudanzas: se mudó de la casa de la calle Helguera en Flores, a un departamento en la Avenida Nazca y como no se sintió cómoda allí mi papá la ayudó a comprar un departamento en planta baja en la calle Aranguren, casi en la esquina de San Nicolás, en Floresta. Sara ha llegado a casa a esa hora para explicarle a mi papá que esta nueva casa tampoco le sirve y que necesita cambiar. Yo le sugiero que lo mejor va a ser que espere, o que vuelva más tarde. Sin embargo ella no me presta atención y comienza a subir por la escalera. Yo la sigo de cerca tratando de observar adónde va a llegar, con la esperanza de que finalmente se detenga. Mi tía sube con una rapidez asombrosa pero no la sigo hasta el último escalón. Mi esperanza se desvanece, Sara no duda cuando pone la mano en el picaporte y abre la puerta. Yo observo lo que acaba de hacer y pienso que es el fin. Ella, adentro de la habitación de mamá y papá, comienza a explicar atropelladamente que el departamento no le sirve. Pero no alcanza a terminar. La interrumpe enseguida la voz atronadora de mi papá, que no para de gritar una cantidad de palabras entre las cuales retengo una para siempre: “pelotuda”. Sin moverme de la escalera, protegido por la distancia, sigo el desarrollo de los hechos. Sara llora. Mi papá sigue gritándole sin parar. Sara continúa llorando.

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