7 de junio de 2014

Teoría del teatro épico. Primera parte.

Durante mis años de formación como dramaturgo y director y, luego, durante los años que llevo de actividad profesional, siempre tuve la necesidad de reflexionar sobre el proceso de elaboración de la obra teatral. Pero tal reflexión no se ha limitado nunca a una mera observación de la manera en que se desarrolla el proceso de escritura o de puesta en escena de una obra. Inevitablemente, en cada nueva producción me veo llevado a pensar en las diferentes posibilidades y desafíos que se abren en cada uno de los momentos del trabajo. Esto siempre me obliga a teorizar con conceptos propios, los cuales son elaborados con dificultad y contrastados inexorablemente con la realidad de la producción escénica. Pero al mismo tiempo me veo exigido de buscar fundamentos en los diferentes planteos teóricos que de alguna manera puedan ayudarme a enfrentar esos desafíos. Por esta razón tomo contacto con las diferentes ideas sostenidos por críticos, investigadores e historiadores del teatro como así también con las teorías implícitas en las obras de los dramaturgos y directores, teorías sobre las cuales generalmente está basado el manejo de los recursos que utilizan. Esta relación con la teoría no tiene para mí un sentido de especulación sobre cuestiones estéticas sino que siempre está guiada por una intención práctica: el problema es siempre cómo me ayuda la reflexión teórica a resolver los problemas prácticos de la producción de la obra teatral.
Nunca descubrí grandes autores o directores cuyos recursos no estuvieran justificados por la materia que se disponían tratar. La manera de concebir la existencia, las relaciones entre los hombres, la naturaleza de la realidad determinan siempre su modo de expresión artística. Por lo tanto estoy convencido de que para concretar mi trabajo debo ser capaz de manejar ciertos procedimientos que sirvan para crear de acuerdo a mi manera de ver también la existencia, la realidad, las relaciones sociales. Y esto implica necesariamente reflexionar sobre los elementos teóricos que están a la base de mi trabajo de dramaturgo o director. En otras palabras, a lo que apunto es a reflexionar sobre la constitución de una poética propia, una poética con fundamentos sólidos pero que sin embargo sea capaz de evolucionar en sintonía con mis necesidades y las de nuestro tiempo. Una poética así planteada no significa un mero amontonamiento de recursos de otros creadores sino una especie de dispositivo capaz de generar procedimientos propios, auténticos, que me permitan enfrentarme con mi propia materia.
Brecht es uno de los autores que más ha incentivado mi trabajo de autor y director. Mi fascinación por su figura me condujo a leer prácticamente todas sus piezas así como sus escritos teóricos y sus diarios de trabajo. Y creo que la teoría brechtiana es útil para una reflexión sobre el teatro en este tiempo. Y esta reflexión significa sobre todo búsqueda de una poética en sentido amplio, una poética que sirva de base para realizar una dramaturgia del texto, del montaje escénico y del trabajo actoral. Estas reflexiones sobre la teoría épica no tienen otro objetivo.
Brecht coincidió con Aristóteles en un punto fundamental. En el capítulo IV de su “Poética” Aristóteles dice que los hombres que asisten a las representaciones de los trágicos griegos “se gozan en ver las imágenes, porque sucede que mirándolas aprenden y razonan sobre lo que es cada cosa”. De esta sentencia se puede deducir que un objetivo vital de los trágicos griegos fue el de divertir a la gente. Sin embargo, cumplían al mismo tiempo fundamentalmente con la condición de enseñar.
Como es bien conocido, Brecht afirma, en una primera etapa de su elaboración teórica (como se verá, más tarde variará su posición), que el teatro debe tener una función eminentemente didáctica. Pero aunque fustiga lo que él considera “teatro culinario” del cual se declara enemigo, juzga necesario disipar la impresión de que su teatro está contra toda diversión y que el aprendizaje que supone no puede ser alcanzado sino a través de un gran hastío. Con conceptos similares a los citados de Aristóteles, sostiene que el proceso de conocimiento experimentado por quien asiste al teatro es placentero. “Que haya que conocer al hombre de una determinada manera engendra ya una sensación de triunfo, y que no se le conozca por entero, definitivamente, porque no se agota con facilidad, porque alberga y oculta en sí muchas posibilidades (de ahí viene su capacidad de evolución) es también un conocimiento placentero. Que se deje modificar por su entorno y que pueda él a su vez modificarlo, esto es, sacar de él consecuencias, todo ello engendra sensaciones placenteras. Desde luego que no es así cuando se considera al hombre como algo mecánico, algo que puede utilizarse sin reservas, algo que no ofrece resistencia, tal y como sucede hoy a causa de determinadas situaciones sociales.” (Benjamin, 1975, 28).
Sin embargo, Aristóteles y Brecht conciben para lograr tal intención didáctica efectos dramáticos totalmente diferentes y hasta podría decirse opuestos. En la concepción aristotélica (y gran parte de la tradición teatral que le sigue y tiene su base conceptual en la “Poética”) la imitación efectuada por el actor debe provocar la identificación del espectador con él y, a través de él, con el personaje de la obra. En el capítulo VI de su “Poética” se lee la definición de la tragedia como “una imitación de acción digna y completa, de amplitud adecuada (...), imitación que se efectúa por medio de personajes en acción y no narrativamente, logrando por medio de la piedad y el terror la expurgación de tales pasiones”. De ese modo, Aristóteles le adjudica a la tragedia una tarea catártica: se imitan aquellas acciones que provocan temor y compasión. El actor imita al héroe con tal poder de sugestión y metamorfosis que el espectador lo sigue en el proceso y así hace suyas las vivencias del héroe. Sólo puede ver lo que este ve. Las percepciones, sentimientos y tomas de conciencia de los espectadores coinciden con las de los personajes. Por lo tanto, este teatro no puede producir cambios de estado de ánimo, facilitar percepciones y llevar a tomas de conciencia que no se hubieran sugerido a través de su representación en el escenario. Brecht señala que la catarsis o depuración se produce en virtud de un acto psíquico muy particular que denomina identificación. El espectador se identifica emotivamente con los personajes del drama, los cuales son recreados por los actores. Y una dramática es aristotélica cuando produce tal identificación, utilice o no las reglas suministradas por Aristóteles para lograr dicho efecto (reglas de la unidad de acción, unidad de tiempo y unidad de lugar). Cuando el autor transgrede dichas reglas pero no cesa de perseguir como objetivo la identificación del espectador, debe afirmarse sin lugar a dudas que la dramática utilizada es aristotélica. De hecho, el fenómeno de la identificación se registra a través de las diversas dramáticas que se suceden en el transcurso de los siglos.[1]
Brecht intenta generar una nueva tradición teatral sobre la base de una fundada oposición a la dramática aristotélica. Observa que, a pesar de los grandes cambios producidos en el ámbito de la ciencia, no puede afirmarse que el espíritu científico haya penetrado en las masas. El hombre desconoce las leyes que rigen su vida. Las fuentes de sus sentimientos, pasiones y tomas de conciencia están enturbiadas y contaminadas. No tiene una imagen cierta y acabada de un mundo que, como él, se transforma velozmente y por lo tanto no puede actuar en ese mundo con posibilidades de éxito. La clase dominante impide que la ciencia (que con tan buen resultado se aplica para dominar la naturaleza) pueda ser aplicada para conocer la verdadera índole de las relaciones que los hombres mantienen entre sí al generar sus medios de subsistencia (lo que en términos de Marx equivaldría a las relaciones de producción), relaciones que se organizan en un sistema implacable de explotación del cual dicha clase se beneficia. Debido a estos impedimentos que la burguesía le opone, el hombre común no puede sino desconocer su propia naturaleza y la de la sociedad humana en su totalidad. La imagen que tiene del mundo es distorsionada, imprecisa, contradictoria; en una palabra, es impracticable, en el sentido de que el hombre no puede dominar el orden de cosas en el que se halla inmerso. No sabe de qué factores depende él mismo, no conoce las maniobras que es necesario realizar para que la maquinaria social produzca el efecto deseado. Y mientras persista en tal estado de ignorancia respecto de estas cuestiones fundamentales, no podrá transformar el dominio de la naturaleza en una fuente de felicidad para el género humano. Por el contrario, constituirá una causa de desdicha desde el momento en que la falta de instrucción no le permita utilizar provechosamente los inventos y los descubrimientos.
Brecht se esfuerza por lograr un teatro que esté en condiciones de brindar, con medios artísticos, una imagen practicable del mundo y de los modelos de convivencia entre los hombres que posibiliten al espectador la comprensión de su medio social y le permitan dominarlo por medio de la razón y el sentimiento. El logro de tal comprensión y dominio requiere la adopción de una actitud ante la humanidad idéntica a la que se ha venido adoptando desde hace siglos frente a la naturaleza: una actitud crítica, interesada en los cambios, que no considera al hombre con todas sus circunstancias, procedimientos, normas de conducta e instituciones como algo inamovible, inmutable. Tal actitud crítica es incompatible en teatro con el fenómeno de la identificación. Cuando más intensa sea la participación emocional del público, tanto menores serán sus posibilidades de aprender. Cuanto más se logre que el público acompañe, comparta la vivencia, se identifique emotivamente, tanto menos posibilidades tendrá de comprender las relaciones que constituyen el orden social en el que se halla prisionero. Brecht considera que el abandono del principio de identificación significa una decisión colosal, quizás el más grande de los experimentos imaginables. El efecto de identificación debe ser sustituido por el efecto de distanciamiento (Verfremdung, también traducible como “extrañamiento”): el hombre ya no debe ser arrancado de su mundo por medio de procedimientos hipnóticos para ser transportado al mundo del arte; por el contrario, tiene que ser introducido en su propio mundo real. El ansia de saber debe ocupar el lugar del miedo, el deseo de ayudar el lugar de la compasión. En sentido amplio, la técnica del distanciamiento consiste en transformar la cosa que se pretende clarificar y sobre la cual se desea llamar la atención; en lograr que deje de ser un objeto común, conocido, inmediato, para convertirse en algo especial, notable e inesperado. Se procura, en cierto modo, que lo sobreentendido resulte `no entendido´; pero con el único fin de hacerlo más explicable. Para que lo conocido lo sea realmente tendrá que dejar de pasar inadvertido, es decir, deberá dejar de suponerse que no requiere aclaración. Para ser conocido, un objeto deberá recibir el sello de lo desusado. Brecht brinda ejemplos esclarecedores: quien deja de mirar su reloj exclusivamente para saber la hora y se dedica a observarlo como mecanismo, no está haciendo otra cosa que distanciar este objeto, se está sustrayendo de su observación acostumbrada e indiferente para advertir que está ante una máquina notable. Cuando la madre de un hombre se casa por segunda vez y este hombre conoce a su padrastro, automáticamente se produce un efecto de distanciamiento: el hombre ha logrado ver a su propia madre como mujer. Cuando uno sorprende a su maestro en apuros, perseguido por ejemplo por un policía, se produce un efecto de distanciamiento; arrancado de una circunstancia que lo ha hecho aparecer grande, se lo ve encajado en una circunstancia que lo hace parecer pequeño. En sentido específico, en términos de dramática, distanciar un suceso o un personaje quiere decir captar aquello que hasta ese momento se daba por sobreentendido, por conocido de dicho suceso o personaje y provocar sorpresa y curiosidad en torno a él. Por ejemplo, a través de la técnica de la identificación, el actor puede interpretar la ira del rey Lear de manera tal que el espectador la considere como una cosa tan natural que ni siquiera conciba la idea de que Lear pueda no caer en ella. El espectador en este caso hace suya la ira del rey, se identifica con él. Pero a través de la técnica del distanciamiento el actor deberá interpretar la ira del rey Lear de modo tal que el espectador pueda imaginar reacciones que no sean la de la ira. Se interpone distancia entre el espectador y la actitud de Lear, se expone tal actitud como algo propio del personaje representado, como un fenómeno social no sobreentendido, pues esa ira es humana pero no propia de todo ser humano y hay hombres que en el mismo caso no la experimentarían. La ira puede ser posible en cualquier época y en cualquier hombre; pero esa ira, la que así se manifiesta y así se origina, está condicionada por un momento histórico. Por lo tanto, distanciar quiere decir historizar. El campo histórico en el que transcurre la acción de la obra tiene sus propias características, las cuales lo conforman y son exclusivamente relativas al mismo. Tales características, por lo tanto no son eternas, inmutables, propias de toda época histórica. El teatro debe mostrar al personaje como influido por las condiciones materiales propias de su época; de esta manera las situaciones y los personajes aparecerán como elementos históricos, perecederos. Esto provocará el efecto de distanciamiento, ya que el espectador no podrá decir ahora: “así actuaría yo”, sino que dirá: “así actuaría yo si viviese bajo las mismas condiciones”. En los trabajos inspirados en nuestro propio tiempo las condiciones a las que están sujetas las acciones también deberán aparecer con su carácter particular. Las actitudes de los personajes contemporáneos deben representarse como algo condicionado temporalmente, sujeto al devenir. De esta manera se logra que el espectador ya no perciba a los personajes del drama como seres inmutables, ajenos a toda influencia, entregados a sus destinos. El espectador comprende que un hombre es así porque las circunstancias son tales o cuales. Y las circunstancias son tales o cuales porque el hombre es así. Pero es posible imaginar a ese hombre no sólo como es, sino como debería ser, y también las circunstancias podrían ser diferentes de lo que son. El espectador se convierte de este modo en el gran transformador, que ya no se contenta con tomar el mundo tal cual es, sino que lo domina. El teatro ya no intenta cargarlo de ilusiones, hacerle olvidar su mundo, reconciliarlo con su destino sino que le presenta ahora el mundo para que él intervenga.
Brecht denomina épico a este nuevo modelo teatral que propone (aunque reconoce que tiene sus antecedentes en el teatro chino, el clásico español, el teatro popular de la época de Brueghel y el teatro isabelino) en oposición a la forma teatral aristotélica que él designa como dramática. En un sentido estricto, “épico” es un término utilizado por Aristóteles para designar una forma de la narrativa que no está sujeta al tiempo, en tanto la tragedia estaría constreñida por las unidades de tiempo y lugar. Como la tensión se concentra menos en el desenlace que en los sucesos en particular, el teatro épico es capaz de abarcar los períodos más extensos: por ello la dramaturgia de “Edipo rey” está en el polo opuesto de la dramaturgia épica, emparentada con el eslabonamiento deshilvanado de los hechos similar al que encontramos en la historia shakespeariana o en la novela picaresca, y es en ese sentido que el término épico fue usado por los escritores alemanes del siglo XVIII - Schiller y Goethe, por ejemplo, en su correspondencia- o por Lenz, el predecesor de Büchner. En tanto la crítica inglesa utiliza el término para sugerir una escala heroica, sin tener en cuenta demasiado el tipo de obra, en alemán su significado esencial es el de una forma narrativa particular.
El teatro épico parte de la pretensión de alterar sustancialmente el contexto funcional entre escena y público, texto y representación, director y actores. La escena deja de ser un espacio mágico que significaría “las tablas que significan el mundo” para pasar a ser tan sólo un lugar favorablemente situado. El público deja de ser una masa de personas en las que se ensaya el hipnotismo para convertirse en una reunión de interesados cuyas exigencias el teatro épico debe satisfacer. La representación ya no equivale a una interpretación virtuosa sino que se asimila a un control estricto. El texto que sirve a dicha representación ya no es su base sino un registro de seguridad en el que su producto se inscribe como formulaciones nuevas. El director abandona las indicaciones que acostumbra dar a los actores para conseguir un efecto y en su lugar ofrece tesis para que tomen una posición. El actor renuncia a ser un mimo que debe encarnar un personaje, para transformarse en una especie de funcionario que tiene que inventariar los gestos contenidos su papel.
La escena naturalista trabaja fundamentalmente con el objetivo de producir una ilusión sobre el escenario y para dedicarse enteramente a sus fines de imitar la realidad tiene que reprimir la conciencia de ser teatro. Por el contrario, en el teatro épico, que aspira a tratar la realidad con voluntad demostrativa, la ilusión de la escena naturalista es absolutamente inservible. El teatro de Brecht se mantiene ininterrumpidamente consciente de ser teatro. Y no tiene tanto que desarrollar acciones como representar situaciones. Pero la representación no es en este caso reproducción en el sentido teórico de los naturalistas. De lo que se trata, ante todo, es de tratar los elementos de lo real en el sentido de una prueba experimental. Al final de esta prueba lo que el espectador descubre son las situaciones, que no se le acercan al espectador sino que se alejan de él. (Igualmente podríamos decir, utilizando el término estudiado más arriba, que las situaciones se extrañan). Y el estado subjetivo con el que el espectador reconoce tales situaciones no es la suficiencia, como en el teatro del naturalismo, sino el del asombro. En vez de compenetrarse, identificarse con el héroe, el público experimenta el asombro acerca de las circunstancias en las que aquél se mueve. El asombro se produce en el espectador a partir del estancamiento en la corriente real de la vida, ese momento en que el curso de la vida se detiene (lo cual equivale para Benjamin a la dialéctica en estado de detención). (197, 29). Benjamin observa que “Nada resulta más característico en el estilo de pensar de Brecht que la tentativa que se emprende en el teatro épico de convertir ese interés original en interés inmediatamente especializado. El teatro épico se dirige a interesados que ‘no piensan sin razón’.”(1975, 20).
Por lo tanto el teatro épico tiene como objetivo interesar a las masas por el teatro de un modo “especializado”. Esto conduciría a un teatro lleno de especialistas, de la misma manera que los estadios deportivos se llenan de gentes expertas.
Ahora bien, cuando se plantea la cuestión acerca de cuál es la práctica mediante la cual las situaciones se descubren y producen asombro, uno se topa con el procedimiento de interrupción del proceso de la acción. Y aquí se arriba a un procedimiento dramatúrgico fundamental en el teatro de Brecht. La interrupción es la forma operativa primordial en la teoría teatral épica.
A través de la interrupción se encuentran bien diferenciadas unas situaciones de otras en una pieza. La interrupción de la acción es la función primordial del texto en el teatro épico y convergen hacia esa finalidad tanto el carácter episódico del encuadramiento como la “literarización” a través de formulaciones, carteles, títulos, canciones y convencionalismos gestuales. De tal modo surgen intervalos que en lugar de alentar el proceso de ilusión del público, lo perjudican, paralizando su disposicíón para identificarse. Dichos intervalos están encaminados a lograr que el espectador tome una posición crítica no sólo respecto del comportamiento representado por los personajes sino también sobre la manera como lo representan.
Brecht reflexiona sobre si los acontecimientos que el actor épico representa no tendrían que ser conocidos de antemano, por lo cual una fábula antigua será más útil que una nueva, con lo cual se despojaría a la escena de su “sensacionalismo temático.” Esto haría posible poner los acentos no en las grandes decisiones (que están en la perspectiva de la expectación) sino en aquello que los mismos tienen de singular. De esta manera puede inducirse al espectador a reparar en que si bien los hechos ocurrieron así bien pueden haber ocurrido de una manera completamente distinta. Para Brecht, esta es la actitud básica de quien escribe para el teatro épico. Las formas del mismo tienen su correspondencia con las formas del cine y la radio, nuevas formas artísticas generadas por el desarrollo de la técnica, que produce fenómenos de naturaleza hasta ese momento desconocida: en el cine vale el principio según el cual al público le es posible engancharse en cualquier momento y ese mismo público el que a cada momento enciende y apaga su receptor de radio de manera caprichosa. En sintonía con estas nuevas formas Brecht aspira a que su teatro se rija por el mismo principio: por lo tanto, se percata de la necesidad tanto de evitar supuestos embrollados como de otorgar a cada parte de la obra un valor propio, episódico, paralelo a su valor respecto del conjunto. De esta manera, en el teatro épico no hay nadie que llegue demasiado tarde. Mientras que la imagen habitual de quien asiste a un drama es la de un hombre que sigue un proceso con todas sus fibras en tensión, el teatro épico desea sobre todo un público relajado, que siga la acción sin ninguna incomodidad. Este público se presentará siempre como una colectividad y en tanto colectividad se verá animado a tomar prontas posiciones, meditadas y distendidas, propias de personas interesadas. Para eso el teatro épico prevé un mecanismo de participación por medio del cual los hechos puedan ser controlables por el público en pasajes decisivos. En el teatro para fumadores que Brecht proyecta los proletarios son los contertulios y para ellos Brecht es capaz de exigir a un actor la realización de un “número” determinado pues no es extraño que precisamente a causa de este “número” haya gente que se proponga visitar el teatro en el mismo momento en que se ejecuta. Los proyecciones son carteles que anuncian esos números y no decorados para una escena. Pero para que los hechos puedan ser controlables la representación debe ser montada transparentemente, lo cual no significa mera simplicidad; por el contrario, presupone en el director entendimiento artístico y perspicacia.
La interrupción tiene fuerza organizativa. Detiene el curso de los hechos, fuerza al espectador a tomar posición ante el suceso y al actor a tomarla respecto de su papel.
La interrupción es la base de la cita. Y en el teatro épico no sólo son citables los textos sino que también son citables los gestos que tienen lugar en el curso de la actuación. Una de las funciones esenciales de este teatro es mostrar los gestos en su naturaleza esencialmente conclusa. El teatro épico es por definición un teatro gestual. Su material es el gesto y la tarea consiste en valorar y utilizar este material adecuadamente. También en este terreno el procedimiento de la interrupción juega un papel fundamental : cuanto con más frecuencia se interrumpa al que actúa tanto mejor se recibirá su gesto. La función esencial en el teatro épico consiste en interrumpir la acción, lejos de ilustrarla o apoyarla: “El carácter retardatario de la interrupción, el carácter episódico del encuadramiento son los que hacen que sea épico el teatro gestual”. (1975, 44).
Los gestos se encuentran dados de antemano en la realidad y, además, sólo en la realidad actual: “Supongamos que alguien escribe una pieza teatral histórica. Yo afirmo entonces: dominará semejante tarea en tanto tenga la posibilidad de ordenar, sensible y razonablemente, acaecerse pretéritos en gestos que el hombre actual pueda llevar a cabo.(...) La materia prima del teatro épico es por tanto exclusivamente el gesto que pueda hoy encontrarse, ya sea gesto de una acción o de la imitación de una acción.” (1975, 43). El gesto tiene dos ventajas, por un lado frente a las manifestaciones y afirmaciones enteramente engañosas de las gentes, ya que el gesto sólo es falsificable hasta cierto punto, y tanto menos cuanto más habitual sea y más irrelevante. Y, por otro lado, frente a la múltiple dimensionalidad e impenetrabilidad de sus actos, pues el gesto tiene un comienzo y un final definibles a diferencia de las acciones y empresas de las personas. Esta índole estrictamente conclusa de cada elemento de una actitud es uno de los fenómenos dialécticos fundamentales del gesto. Benjamin(1975) señala que la cuestión acerca de los métodos con que se elaboran los gestos hace patente la dialéctica propia del teatro épico. Son dialécticas la relación del gesto con la situación y viceversa, la relación del actor que representa con la figura representada y viceversa, la relación del comportamiento autoritariamente vinculado del actor para con el crítico del público y viceversa, la relación de la acción puesta en escena para con esa acción que hay que percibir en cualquier tipo de puesta en escena. Todos estos momentos dialécticos se subordinan a la suprema dialéctica redescubierta tras largo tiempo y que se determina por medio de la relación entre conocimiento y educación. Todos los conocimientos a los que llega el teatro épico poseen una eficacia educativa inmediata; paralelamente dicha eficacia se transforma inmediatamente en conocimientos.
La ejecución más importante del actor consiste en lograr que sus gestos puedan ser citados: el actor debe poder espaciar claramente sus gesticulaciones. La tarea más importante de la dirección épica radica en expresar la relación de la acción que se representa con la que está dada en el hecho de representar: hay una incesante confrontación entre el desarrollo escénico, que es mostrado, y el comportamiento en la escena, que muestra. El precepto cardinal del teatro épico es que el que muestra, es decir, el actor, al mismo tiempo sea mostrado. En otras palabras, el actor debe mostrar una cosa y al mismo tiempo debe mostrarse a sí mismo. Al mostrar la cosa inevitablemente se muestra a sí mismo y al mostrarse a sí mismo forzosamente muestra la cosa. Sin embargo, aunque los dos cometidos coincidan, deben coincidir de tal modo que la diferencia entre ambos nunca desaparezca. La tarea del actor épico consiste en probar con su actuación que mantiene la cabeza fría, es decir, el actor debe mostrar que es capaz de pensar. Tiene que reservarse el poder de salirse de su papel artísticamente y jamás debe resignar sobre su papel en el momento que las circunstancias se lo exijan. También para él resulta apenas utilizable la identificación, el actor ya no tiene por qué hipnotizarse a sí mismo.
Por lo que se desprende del análisis realizado hasta aquí, observamos que el teatro épico se preocupa de mantener antes que nada una actitud y una función eminentemente didácticas.
Pero en 1948 Brecht termina su Kleines Organon für das Theater (Pequeño Organon para el teatro). En este estudio Brecht revé su posición y desvía su teoría hacia nuevas perspectivas. En el prólogo señala: “Ellos (los partidarios del nuevo teatro) aspiraban a un teatro de la era científica y cuando les resultó demasiado penoso tomar prestado o robar del arsenal conceptual de la estética los elementos necesarios para mantener a distancia a los estetas de la prensa, los planificadores de ese teatro anunciaron, lisa y llanamente, su intención de ‘transformar un instrumento de placer en instrumento didáctico y ciertas instituciones de diversión en organismos de difusión’; dicho con otras palabras: su intención de emigrar de la esfera de lo agradable.” (Brecht, 1970, II, 107-108). Es decir, la enseñanza ya no es el objetivo y el teatro de Brecht debe justificarse ahora como un pasatiempo: “Desistamos, pues -para decepción general, quizá- de nuestro propósito de emigrar de la esfera de lo placentero y anunciemos -para decepción más general aún- nuestra decisión de establecernos definitivamente en esa esfera. Tratemos al teatro como un lugar de diversión -así corresponde enfocar a una estética - y procuremos descubrir qué tipo de entretenimiento nos conviene más.” (1970, II, 108) El Kleines Organon significa una especie de transacción entre los objetivos didácticos primeros -para los cuales se elaboró la teoría- y el teatro más ortodoxo (pero de ninguna manera totalmente no didáctico) de la edad madura. En esta etapa Brecht juzga fundamental resolver el problema de cómo lograr un teatro que sea al mismo tiempo entretenido e instructivo. Y sostiene ahora que la condición indispensable del teatro, su función más noble, es la de divertir y recrear. Aunque no tuviera otro objetivo, debería tener éste, el de entretener, sin importar demasiado los medios. Si no existiera un aprendizaje placentero, el teatro no estaría en condiciones de enseñar. El teatro, aun cuando sea teatro didáctico, mientras sea buen teatro será recreativo.




[1] Pavis (1980, 263) considera que la noción brechtiana de identificación dista mucho de dar una explicación acabada del fenómeno. Por un lado advierte sobre la imposibilidad de que el espectador se identifique totalmente con el personaje ya que aquél siempre se desmarca levemente de éste, para afirmar la propia superioridad o especificidad. Y por otro lado sostiene que hay varios modos de interacción de idenficación con el héroe. Pavis observa que no existe una teoría científica de las emociones que distinga los diferentes niveles de recepción (según la afectividad, la intelección, la ideología, etc) por lo cual se hace imposible proponer una tipología sólida de los modos de interacción entre espectador y personaje. Sin embargo, reivindica la tipología  propuesta por H.R. Jauss, la cual distingue cinco modelos de identificación: a)asociativa (el espectador se pone en el lugar de los papeles de todos los participantes), b)admirativa (el espectador tiene hacia el héroe una actitud de admiración), c)compasiva (el espectador adopta hacia el personaje una actitud de piedad,   d)catártica (el espectador experimenta una violenta emoción trágica al compenetrarse con el destino del personaje que sufre o bien adopta una actitud de burla, de liberación cómica hacia el héroe oprimido) y por último e)irónica (el espectador siente sorpresa por la desaparición del héroe o se siente provocado por la suerte del anti-héroe). De acuerdo con Pavis, la teoría épica sólo tiene en cuenta uno de estos modelos  -el modelo de identificación catártica- y deja de lado los otro cuatro posibles modos en que el espectador establece una relación de identificación con el héroe de la pieza.

No hay comentarios.: