7 de junio de 2014

José Carlos Mariátegui. Marxismo y cuestión indígena.

No fue Mariátegui ni el primero ni el único de los pensadores que contribuyó antes de 1930 a la introducción del pensamiento marxista en América Latina y a la educación y organización política de la clase obrera en el marco del socialismo revolucionario. En Argentina Ponce y Codovilla, en Chile Recabarren, Mella en Cuba, por dar sólo algunos nombres, actúan en la misma época que el escritor peruano. Sin embargo, a cien años de su nacimiento, la figura de Mariátegui conserva su  vigencia e incita a hacer una lectura atenta de sus escritos. Según Alonso Quijano ( José Carlos Mariátegui, Reencuentro y debate, p. XLIV) fue el peruano quien logró apropiarse del marxismo más profunda y certeramente como “marco y punto de partida para investigar, conocer, explicar, interpretar y cambiar una realidad histórica concreta, desde dentro de ella misma”. Mariátegui logra traducir su ideología  marxista al lenguaje de la  realidad peruana para su comprensión y transformación.
Sin embargo, el pensamiento de Mariátegui abreva en muchas otras fuentes bien diversas y hasta opuestas al marxismo. Este trabajo tiene como objetivo precisamente definir los marcos dentro de los cuales el escritor peruano generó un pensamiento marxista propio y original, que nunca se dejó aprisionar por una supuesta “ortodoxia” esterilizante. Cómo con este mismo pensamiento fabricado con tan diferentes elementos se dedicó a reflexionar sobre su propia realidad nacional, penetrando en las capas que él trata como las  más fundamentales de su constitución.
Mariátegui expone desde sus  primeras manifestaciones intelectuales un desprecio profundo por lo que él considera “la civilización burguesa” y reniega de la Razón y la Ciencia, que juzga fundamentales derivaciones intelectuales de esa civilización. Desde su punto de vista el racionalismo ha conducido a la humanidad a la convicción de que la Razón no puede proporcionarle ningún camino. Mariátegui prefiere reemplazar la “Razón” por la “razón”. Es aquella la que ha desacreditado a ésta. Es aquella la que ha extirpado del alma de la civilización burguesa todo vestigio de los antiguos mitos, dejándola vacía. Y a  esto se debe que esta civilización haya caído en el escepticismo que caracteriza la época postbélica que le toca vivir al escritor peruano. La Razón, La Ciencia constituían la base fundamental de “la  antigua superstición del progreso”. Desvanecida esa ilusión, la burguesía no encuentra salida. Luego de la Primera Guerra Mundial, sin poder evitar semejante aturdimiento, sólo se preocupa por la “normalización”,  que significaría “la vuelta a la vida tranquila, el desahucio o sepelio de todo romanticismo, de todo heroísmo, de todo quijotismo de derecha y de izquierda” (José Carlos Mariátegui, Textos Básicos, “Dos concepciones de la vida”, p.7). Contra  esta normalización, Mariátegui cita nada menos que a Mussolini, quien incita a  “vivir peligrosamente”. El escritor peruano juzga que la esencia de la vida consistía para la civilización burguesa en el pensamiento. La imposibilidad de este mismo pensamiento de satisfacer la necesidad  de infinito que hay en el hombre lo condujo al nihilismo y al escepticismo. Pero según su punto de vista, determinado por las nuevas circunstancias, la vida  es mucho más que pensamiento, es acción, combate. El hombre contemporáneo tiene necesidad de fe, y esta es una fe combativa. En los tiempos por los que él transita ya no hay posibilidad de vivir dulcemente, lo cual constituía el ideal de la sociedad burguesa prebélica. Por el contrario la vida se manifiesta en toda su plenitud cuando se toma la decisión de vivirla peligrosamente. Para Mariátegui tanto los fascistas como los bolcheviques tienen en común la cualidad de concebir su misión como una empresa épica y heroica y tanto unos como otros dejan translucir el ejercicio de una  voluntad y una fe combativas. (Posteriormente Mariátegui variará sus puntos de vista respecto del fascismo, cuando observe que la empresa épica y heroica se transforma en mera acción policial). Retomando una idea fundamental del sorelismo, sostiene  que sólo el mito podrá satisfacer la necesidad de infinito en el hombre. Para comprender qué es lo que Mariátegui entiende por mito es conveniente recurrir a la  concepción que el mismo Georges Sorel (que tanta influencia ejerciera sobre el peruano) tenía de lo que era  un mito. Para este autor los mitos son cuerpos de imágenes que apelan a los sentimientos, no a la razón. Los mitos son construcciones anticipatorias “que reúnen las tendencias más fuertes de un pueblo, un partido o una clase y que, además de revelarse al espíritu con la fuerza de los instintos, en todas las circunstancias vitales dan aspecto de completa realidad a las esperanzas de acción inmediata por las cuales -con mucho mayor facilidad que por cualquier otro método- los hombres pueden reformar sus deseos, sus pasiones y su actividad mental” (Alberto Ciria:  George Sorel, con antología de textos, p.75). Para Sorel el mito es un medio de obrar sobre el presente. No se debe confundir el mito con la utopía, la cual es el típico desarrollo de un mecanismo intelectual. El mito se basa, por el contrario, en una construcción antiintelectual, no susceptible de críticas articuladas según  los métodos racionales de análisis. Según Mariátegui, la civilización burguesa se encontró a sí misma impedida de operar sobre su propio presente desde el mismo instante en que constató su carencia de un mito. Es el mito lo que mueve al hombre en la  historia, y sin el mito la existencia no tiene sentido histórico. ¿Ahora bien, cuál es el mito capaz de reanimar nuevamente el espíritu de los hombres? Es indispensable encontrar un nuevo mito y no intentar resucitar mitos pretéritos que estarían de antemano condenados al fracaso. (Por ejemplo, el fascismo, que cree representar el espíritu de la Contrarreforma, así como otros trabajan por un retorno al Renacimiento y al ideal clásico). Porque si la  burguesía se ha vuelto incrédula, escéptica y nihilista por la falta de un mito, es la fe en un mito -el mito de la revolución social- lo que más clara y netamente distingue al proletariado de la burguesía. La fuerza del proletariado, en tanto sujeto revolucionario, está en su fe, en su pasión, su voluntad. Esta fuerza tiene como motor al  Mito: es por lo tanto una  fuerza de índole religiosa, espiritual. Ahora bien, el gran interrogante es cómo se logra conjugar esta concepción, en la cual  el mito actúa como motor de la acción, y el marxismo, del cual difícilmente se puede negar un ascendiente vinculado en mayor o menor medida al racionalismo, a tal punto que Henri de Man, el filósofo revisionista con el cual Mariátegui polemizará una y otra vez, lo considera un producto del racionalismo del siglo XIX. Para responder es indispensable indicar el modo mariateguiano de asumir el marxismo. Mariátegui sostiene que “el materialismo histórico no es, precisamente el materialismo metafísico o filosófico, ni es una filosofía de la historia dejada atrás por el progreso científico. Marx no tenía por qué crear más que un método de interpretación histórica de la realidad”. Y más adelante cita  a Croce, quien afirma que “el presupuesto del socialismo no es una Filosofía de la Historia, sino una concepción histórica determinada por las condiciones presentes de la sociedad y del modo como ésta ha llegado a ellas”. El marxismo se ocupa concretamente de la sociedad capitalista, pero de ninguna manera puede juzgársela como una simple teoría científica, ya que su función primordial consiste en guiar y movilizar a las masas en su acción revolucionaria. Tenemos pues un método de interpretación histórica y una teoría científica de la sociedad y de la historia, cuyas funciones no terminan en el simple acercamiento intelectual a la realidad que nos circunda, sino que sólo adquieren verdadero sentido cuando sirven para la transformación revolucionaria de esa misma realidad. (Precisamente el mito en la concepción mariateguiana es el gozne fundamental que convierte el discurso revolucionario sobre la transformación en acción concreta). Pero como señala Alonso Quijano (Op. cit. P.XLV) en el modo de asumir el marxismo de Mariátegui hay también una filosofía de la historia que está en una tensión no resuelta con aquel método y aquella teoría de la sociedad. Esta filosofía de la historia posibilita la recepción de otras vertientes filosóficas que contribuyan a la permanencia y el fortalecimiento de la acción revolucionaria. El autor peruano juzga necesario completar la obra de Marx y para ello apela a otras fuentes filosóficas; y propone como modelo a Sorel, que se animó a reconsiderar el pensamiento revolucionario a la luz de la filosofía de Bergson. En el movimiento intelectual marxista ninguna corriente fillosófica ha quedado al margen, todo ha sido aprovechado: vitalismo, pragmatismo, relativismo. Sin embargo, Mariátegui rechaza sin dudar el positivismo. Esta escuela filosófica es para él la última y más acabada expresión del modo de pensar del capitalismo; por lo tanto deben impugnarse enérgicamente los intentos de asimilación del marxismo al positivismo, tarea que realizan tanto el revisionista Henri de Man como el líder de la escuela futurista italiana, Marinetti, quien junta en una misma rama a Marx, Darwin, Spencer y Comte. Por el contrario, se le debe hacer justicia al marxismo, observando atentamente que la bancarrota del positivismo no compromete en absoluto su posición. El marxismo se apoya en la ciencia, pero no en el cientificismo. Lo cual significa que el marxismo mariateguiano no sostiene una posición anticientífica, sino que cree que la metodología utilizada en el campo de las ciencias naturales tiene que remitirse exclusivamente a ese terreno  y no debe tratar de colonizar otros universos de saber. Un modo eficaz de asimilar el marxismo al positivismo es exageradamente el determinismo en la concepción materialista de la historia. De ese modo los críticos del marxismo (entre los que se cuenta el revisionista Henri de Man) se habilitan para declararlo un producto de la mentalidad mecanicista del siglo XIX. El rechazo del determinismo que exhibe Mariátegui tiene clara raíz soreliana, lo cual nos otorga un marco de análisis de las implicancias de tal impugnación. Una de ellas tiene que ver con el progreso. Cuando el peruano señala las diferencias que se dibujan entre las concepciones de la vida pre-bélica y post-bélica, menciona explícitamente a Sorel como aquél que denunciaba las ilusiones del progreso. La idea del progreso es propia de la democracia gracias a la cual la burguesía se sentía vivir en un mundo consolidado para siempre, asegurado contra toda posibilidad de cambios, al tiempo que las masas socialistas y sindicales se complacían con sus conquistas fáciles y graduales, “orgullosas de sus cooperativas, de su organización, de sus ‘casas de pueblo’ y de su burocracia” ((José Carlos Mariátegui, Textos Básicos, “Dos concepciones de la vida, p.6). La idea de progreso, pues, anula la capacidad de lucha del proletariado adormeciendo su voluntad, al tiempo que satisface plenamente las aspiraciones burguesas. Otra de las ideas ligadas directamente al determinismo tiene que ver con la concepción que sostiene que una sociedad debe transitar necesariamente por las etapas históricas que estarían prefijadas para arribar a la forma socialista. De tal modo el capitalismo sería un paso necesario en la transición al socialismo. Este punto es vital para comprender la visión mariateguiana de interpretación y transformación de la realidad de su propio país: Mariátegui rechaza enérgicamente el etapismo y así relativiza el papel central atribuido al modo de producción capitalista como punto de referencia central y necesario en la comprensión de la realidad histórico-social desde una perspectiva totalizadora. Una tercera idea ligada directamente al determinismo se refiere a la cuestión de cuál es el papel que se asigna a la economía en el pensamiento mariateguiano. Desde el punto de vista del escritor peruano, el hecho económico constituye el sustrato o fundamento de las formaciones histórico-sociales y un planteo que se autodefina como realista y moderno no puede dejar de tenerlo en cuenta. Pero esto no autoriza a tratar de clarificar, a través de la economía, la totalidad de un fenómeno y sus consecuencias. Es decir, se rechazan todos los ensayos reduccionistas que suponen que los fenómenos socio-políticos son un mero reflejo de la estructura económica que le sirve de base. Tenemos pues que antiprogresismo, antietapismo y antieconomicismo confluyen en la misma senda antideterminista diseñada por Mariátegui. Este afirma que “el marxismo, donde se ha mostrado revolucionario –vale decir donde ha sido marxismo- no ha obedecido nunca a un determinismo pasivo y rígido” (José Carlos Mariátegui: Textos básicos, “El determinismo marxista”, p. 27) y denuesta a los críticos de la Revolución Rusa que, asentados sobre una concepción determinista la señalan como “una tentativa racionalista, romántica, anti-histórica, de utopistas fanáticos”. El determinismo conlleva el conformismo, pues se anula en la conciencia socialista la tendencia a forzar la historia a través de la lucha de clases. Sin embargo, no hay que exagerar desde nuestro punto de vista los alcances de su oposición al determinismo. Mariátegui no lo rechaza de plano; más bien lo relativiza, le atribuye límites dentro de los cuales hace su aparición la acción revolucionaria. Por eso, para terminar de definir cómo es que se concibe el determinismo nada mejor que considerar como contrapartida la voluntad socialista. Y aquí arribamos a la cuestión de cuál es el papel que se le asigna a la voluntad en el proceso revolucionario. Mariátegui cita a Adriano Tilgher, quien afirma que tal voluntad “no se agita en el vacío, no prescinde de la situación existente, no se ilusiona de mudarla con llamamiento al buen corazón de los hombres, sino que se adhiere sólidamente a la realidad histórica, mas no resignándose pasivamente a ella”. ” (José Carlos Mariátegui: Textos básicos, “El determinismo marxista”, p. 28). Es decir, la voluntad verdaderamente socialista no espera que los acontecimientos se produzcan (como quien espera la gestación de algún hecho natural, físico o biológico), sino que trata de forzar el orden dado de las cosas para generar hechos nuevos. En síntesis, el socialismo tiene un fondo determinista (pues necesariamente tiene que tratar con la realidad): éste es el aspecto que los críticos del marxismo más han subrayado, ya que de tal manera se facilita su asimilación al positivismo y su posterior rechazo. Pero Mariátegui resalta sobre todo el carácter voluntarista del socialismo, el que según su punto de vista la crítica no ha terminado de comprender. Si se observa el desarrollo del movimiento proletario desde los orígenes de la Primera Internacional hasta la Revolución Rusa, se advierte en ese proceso que “cada acto del marxismo tiene un acento de fe, de voluntad, de creación heroica y creadora, cuyo impulso sería absurdo buscar en un mediocre y pasivo sentimiento determinista” ” (José Carlos Mariátegui: Textos básicos, “El determinismo marxista”, p. 28). Sin embargo, valorar el papel de la voluntad en el proceso revolucionario no significa de ningún modo reivindicar el romanticismos y el utopismo propio de la concepción paradisíaca rousseauniana. El proletariado no debe renegar de la obra realizada por el capitalismo, sino que percibiendo el agotamiento y la decadencia de la clase burguesa (la cual ha dejado de ser una fuerza de progreso y de cultura), debe sucederla en la empresa civilizadora. El marxismo no tiene sino un objetivo histórico fundamental al cual subordina todas las estrategias y todas las luchas llevadas adelante por el proletariado: la construcción de la sociedad nueva, la sociedad socialista. No se preocupa por especulaciones altruistas y filantrópicas que nada tienen que ver con la edificación de aquel orden social superior.  No atiende necesidades meramente subjetivas; su tarea tiene que ver con la modificación objetiva del orden de cosas establecido. Para Mariátegui el socialismo ético, humanitario, que se trata de oponer al socialismo marxista no es otra cosa que el ejercicio lírico de una burguesía fatigada y decadente. Esto no habilita a sus críticos para hablar de una supuesta anti-eticidad del marxismo. Por el contrario, como sostiene Croce “…es evidente que la idealidad y lo absoluto de la moral, en el sentido filosófico de tales palabras, son presupuesto necesario del socialismo. ¿No es, acaso, un interés moral o social, como se quiere decir, el interés que nos mueve a construir un concepto de sobrevalor? (” (José Carlos Mariátegui: Textos básicos,  “Ética y socialismo”, p. 21). La función ética del socialismo debe ser buscada en “…la creación de una moral de productores del propio proceso de la lucha anticapitalista”. La moral de productores (la idea es una vez más de Sorel) se forma en la lucha de clases librada con ánimo heroico, con voluntad apasionada. Y es en esta lucha donde hay que buscar el sentimiento ético del socialismo, no en los sindicatos aburguesados cuyos trabajadores están satisfechos de su bienestar material, ni en los grupos parlamentarios, asimilados al espíritu del enemigo al que combaten con discursos y mociones. Como señala Gobetti, en la fábrica el individuo se acostumbra a sentirse parte de un proceso del cual es al mismo tiempo parte imprescindible e insuficiente. La fábrica es la mejor escuela de orgullo y humildad, de autoestima y solidaridad. El materialismo marxista, pues, contra quienes desde una posición crítica le niegan aptitudes para producir grandes valores espirituales, compendia todas las posibilidades de ascensión moral, espiritual y filosófica. Hasta aquí hemos intentado mostrar la manera en que Mariátegui elabora su particular concepción de la teoría marxista, contando con los elementos de su propia formación intelectual. Sin embargo, hace un uso concreto de esa teoría: la utiliza para pensar la realidad de su propio país. Y para ello juzga imprescindible examinar la estructura económica que constituye la base explicativa a la que debe remitir la consideración de los fenómenos históricos. Es preciso aclarar que en ningún momento Mariátegui cae en un reduccionismo economicista. Pero, en tanto marxista, no se el escapa la importancia del hecho económico como razón de la realidad histórica.
La Conquista, empresa militar y eclesiástica, es el hecho que escinde la historia del Perú. Antes de la llegada de los españoles el Imperio de los Incas funcionaba como una organización colectivista, en la que el deber social constituía el principio básico al que obedecía cada uno de sus integrantes. Era inconcebible el impulso individual: el trabajo se realizaba colectivamente para la consecución de fines sociales. Pero esta “formidable máquina de producción” fue destruida por el golpe conquistador. La sociedad indígena y la economía se descompusieron y la nación incaica se disolvió en comunidades dispersas. Sobre las ruinas de este mecanismo colectivista el Virreinato echó las bases de una economía feudal, sin que se hubiese formado una verdadera fuerza de colonización. El Pioneer español carecía de aptitud para crear núcleos de trabajo. En lugar de la utilización del indio, parecía perseguir su exterminio. Esta organización fallaba por la base, ya que carecía de cimiento demográfico. Este proceso de economía colonial determinó las relaciones económicas que constituyeron la base de la economía de la República, segunda etapa del esquema evolutivo planteado por Mariátegui, que se inició con la  Revolución de la Independencia, entendida ésta como movimiento de destrucción de aquellos obstáculos que impedían el desenvolvimiento económico de las colonias, al no permitirles traficar con ninguna otra nación y reservarse como metrópoli, monopolizando todos los derechos de comercio y empresa en sus dominios. Es decir que “la independencia sudamericana se presenta decidida por las necesidades del desarrollo de la civilización occidental o, mejor dicho, capitalista” (José Carlos Mariátegui, ”Siete ensayos…”,  p.8). Posteriormente, con el descubrimiento del guano y el salitre como generador de utilidades explotables por el capital británico, se inaugura un nuevo capítulo de la historia económica de la República: se fortalece el poder de la costa, de la tierra baja, y de esta manera se rectifica la situación generada por la colonia española que privilegiaba la extracción minera y obligaba de ese modo a que se establecieran en la sierra las bases de la Colonia. Esta etapa, denominada del guano y del salitre, acentúa el dualismo y el conflicto que constituye, desde su punto de vista, el mayor problema histórico. El último capítulo de la evolución económica peruana es el de la posguerra, el cual se inicia con un casi absoluto colapso de las fuerzas productoras. En esta etapa, la burguesía conformada en los tiempos del guano y el salitre reorganiza la economía del país en función de sus intereses de clase. Los caracteres fundamentales de esta economía de posguerra son la aparición de la industria moderna, con el establecimiento de fábricas, usinas, transportes, etc., que transforman sobre todo la vida de la costa y hacen posible “la formación de un proletariado industrial con creciente y natural tendencia a adoptar un ideario clasista”; el surgimiento del capital financiero, con bancos nacionales que financian empresas industriales y comerciales, pero que se hallan enfeudados a los intereses del capital extranjero y la propiedad agraria; el acortamiento de las distancias y el aumento del intercambio entre el Perú y Estados Unidos y Europa a consecuencia de la apertura del canal de Panamá; la gradual superación del poder británico por el poder norteamericano; el desenvolvimiento de una clase capitalista, dentro de la cual cesa de prevalecer la antigua aristocracia; la ilusión del caucho; las sobreutilidades generadas por el alza del valor de los productos peruanos que generan un rápido crecimiento de la fortuna privada peruana; la política de los empréstitos, es decir el restablecimiento del crédito peruano en el extranjero que conduce al Estado peruano a recurrir a los préstamos para ejecutar programas de obras públicas. Como consideración final se constata la coexistencia en el Perú de elementos de tres economías diferentes: “Bajo el régimen de economía feudal nacido de la Conquista subsisten en la sierra algunos residuos vivos todavía de la economía comunista indígena. En la costa, sobre su suelo feudal, crece una economía burguesa que, por lo menos en su desarrollo mental, da la impresión de una economía retardada(José Carlos Mariátegui, ”Siete ensayos…”,  p.8). Pero el Perú es ante todo y sobre todo un país agrícola, en el que el cultivo de la tierra ocupa a la gran mayoría de la población nacional. El indio, que constituye las cuatro quintas partes de ésta, es tradicionalmente agricultor. El problema del indio es el problema fundamental de la realidad peruana, cuya resolución subordina el  replanteamiento de todas las demás cuestiones que atañen al país. La consideración del problema del indio por Mariátegui significa la posibilidad de traducir el marxismo en tanto teoría “europea” al análisis socio-político de la realidad nacional. El problema del indio tiene sus causas en la economía del país y no en el mecanismo jurídico, eclesiástico, ni en la pluralidad de razas, ni en las condiciones culturales y morales. La Conquista interrumpió brutalmente el estado de autonomía de la nación incaica pero las leyes de la misma no fueron reemplazadas por las de los conquistadores. Posteriormente, la Independencia no significó una transformación radical de la estructura económica colonial y no mejoró de modo sustancial las condiciones de vida del indígena, si bien cambió su situación jurídica y franqueó el camino de su emancipación política y social. Pero la República no siguió ese camino: ésta significó para el indio la ascensión de una nueva clase dominante que se apropió sistemáticamente de sus tierras. Esta clase, que usufructuó la obra realizada por los libertadores mantuvo en la miseria moral y material a la comunidad indígena y esta situación es la que se debe transformar. Mariátegui descalifica las diversas tesis que consideran el problema del indio mediante criterios laterales y exclusivos: la de quienes plantean la defensa del indio por medio de decretos y leyes del derecho liberal, sin percibir que semejante reforma jurídica es incompatible con la existencia del régimen feudal y por lo tanto la instrumentación de aquélla supone la destrucción de éste; la de quienes suponen que la cuestión indígena es un mero problema étnico y proponen como solución el cruzamiento de las razas, sin tener en cuenta que los pueblos asiáticos han podido asimilar la cultura occidental, sin necesidad de transfusiones de sangre europea; la de quienes lo consideran como un problema moral y confían ingenuamente en el éxito de un llamamiento al sentido moral de la civilización; la de quienes proponen una acción religiosa (o más bien, eclesiástica) que consista en encargar al misionero la función de mediar entre el indio y el gamonal; la de quienes sostienen que el problema del indio es un problema de educación y no alcanzan a advertir el carácter fundamentalmente adverso del gamonalismo a la educación del indio, en quien cultivan el alcoholismo como medio de mantenimiento de su ignorancia. Contra todas estas tesis Mariátegui afirma que el problema del indio tiene sus raíces en la economía: es una consecuencia del gamonalismo, régimen sucesor de la feudalidad colonial cuyo aspecto sustancial es la hegemonía de la propiedad de la tierra, la cual es avalada y justificada desde la política y el Estado. El gamonalismo no está representado exclusivamente por los gamonales, sino que refiere toda una estructura jerárquica de funcionarios, intermediarios, agentes, parásitos, etc. Aquel indio que arriba a un nivel de educación y alfabetismo se ve obligado por esta estructura a convertirse en explotador de su propia raza. El gamonalismo se ha generado gracias a la ilimitación del derecho de propiedad, y esto ha conducido a la creación del latifundio en perjuicio de la propiedad indígena. Por lo tanto, la solución del problema del indio no consiste sino en la reivindicación explícita y enérgica de su derecho a la tierra. En otras palabras, no hay posibilidad alguna de pensar la cuestión indígena sin referirla al problema agrario. Éste se presenta como el problema de la liquidación de la feudalidad en el Perú, tarea que no fue realizada por el régimen demo-burgués instalado con la Revolución de la Independencia. El establecimiento de la República no significó para los terratenientes una disminución de su predominio: el régimen de propiedad feudal no dejó de manifestarse desde entonces a través del latifundio y la servidumbre, como expresiones solidarias y consustanciales. Y teniendo en cuenta que el régimen de propiedad determina el régimen político y administrativo de toda una nacion, en el Perú el problema agrario constituye una cuestión capital. La feudalidad es una tara transmitida por el régimen colonial. El régimen económico incaico en el que el ‘ayllu’ o conjunto de familias emparentadas detentaban la propiedad colectiva de la tierra, de las aguas, de los bosques para su explotación común a través del trabajo cooperativo, fue destruido por un régimen que alentó la conformación de grandes latifundios de propiedad individual, cultivados por indios organizados a la fuerza en un tipo de sistema feudal. Estos grandes feudos fueron ampliándose con el transcurso del tiempo y su propiedad se consolidó y concentró en pocas manos. En otras palabras, la comunidad indígena fue obligada a sobrevivir en un régimen de servidumbre, absolutamente ajeno a su naturaleza y despojada de sus tierras en beneficio del latifundio feudal, constitucionalmente incapaz de generar progreso técnico. En la época en que Mariátegui escribe, éste considera que en la costa el latifundio ha evolucionado de la rutina feudal a cierto desarrollo de la técnica capitalista, pero en la sierra el latifundio ha conservado íntegramente su carácter de feudo, oponiendo una resistencia firme al desenvolvimiento de la economía capitalista. Como señalamos más arriba, el latifundismo necesita para su supervivencia un régimen de servidumbre que en el Perú adopta diversos nombres y formas. Las leyes del Estado no son válidas en el latifundio mientras no obtienen el consenso tácito o formal de los grandes propietarios. La autoridad de los funcionarios públicos se encuentra sometida de hecho a la autoridad del terrateniente en el territorio de su estado. Éste considera a su latifundio virtualmente fuera de la potestad del Estado, sin preocuparse en absoluto de los derechos civiles de la población que vive dentro de los dominios de su propiedad. Pero en el Perú, como en otros países que conforman la América hispánica, la dominación de clase se complica con el problema de la raza: el terrateniente considera a sus súbditos étnicamente inferiores (a diferencia de lo que ocurría en la Europa feudal, en la que el señor se sentía naturalmente superior, pero no étnica ni nacionalmente diverso, en el Perú el propietario del latifundio tiene una arraigada convicción de su superioridad de hombre blanco y éste sentimiento se extiende a gran parte de las clases medias). La economía peruana  está estructurada sobre la base de estos latifundios, es decir, es una economía colonial, la cual inevitablemente, para su movimiento y desarrollo, necesita subordinarse a los intereses de los capitales extranjeros. Esta economía transforma el país en un mero depósito de materias primas y en una plaza para las manufacturas provenientes del exterior. La agricultura peruana obtiene solamente los créditos y los transportes para los productos que puede ofrecer con ventaja en los grandes mercados mundiales. “La finanza extranjera se interesa un día por el caucho, otro día por el algodón, otro día por el azúcar (…). Nuestros latifundistas, nuestros terratenientes, cualesquiera sean las ilusiones que se hagan de su independencia, no actúan en realidad sino como intermediarios o agentes del capitalismo extranjero”. En otras palabras, la propiedad agraria se presenta como una de las mayores trabas para el desarrollo del capitalismo nacional. Los terratenientes, consumidores improductivos, imponen a la producción una pesada renta que no está sujeta a los eventuales descensos de los productos agrícolas. Es decir, no se preocupan de la productividad sino de la rentabilidad de sus posesiones. La explotación capitalista e industrialista de la tierra, que requiere para su pleno desarrollo la eliminación de todo canon feudal, progresa en el  Perú con lentitud extrema. Por otra parte, el latifundismo se presenta como la barrera más firme para la inmigración blanca: la aspiración del campesino europeo es devenir pequeño propietario, lo cual se hace imposible en el Perú, pues el régimen de propiedad feudal anula la disponibilidad de tierras dotadas de viviendas, animales y herramientas, y comunicadas por ferrocarriles y mercados. Otro de los perjuicios que genera la existencia de latifundios consiste en que el enfeudamiento a los intereses de los capitales extranjeros (británicos y norteamericanos) impide no sólo el desarrollo y la organización de la agricultura en función de la economía nacional, sino también el ensayo y la adopción de nuevos cultivos. En síntesis, el feudalismo agrario sobreviviente (sobre todo en la sierra) se muestra absolutamente inepto para la creación de riqueza y de progreso. Los rendimientos del suelo son ínfimos, los métodos de trabajo, primitivos. Mariátegui descalifica la solución liberal del problema de la tierra que consistiría en el fraccionamiento de los latifundios para crear la pequeña propiedad. Considera que esta fórmula es constitucional, democrática, capitalista y burguesa. Y al mismo tiempo juzga que “la hora de ensayar en el Perú el método liberal, la fórmula individualista ha pasado ya” (José Carlos Mariátegui, ”Siete ensayos…”,  p.32). La liquidación del gamonalismo, que no pudo ser efectuada por la República dentro de los principios liberales y capitalistas, debe ser realizada por el socialismo. Si como señalamos anteriormente el problema de la tierra consiste en el de la aniquilación de la feudalidad en el Perú, en tanto régimen que mantiene a la gran mayoría de la población en estado de servidumbre –los indios-, la resolución de este problema equivale a un movimiento de reivindicación indígena. La cuestión del indio es por lo tanto el problema primario del Perú. Oscar Terán (En busca de la ideología argentina, p. 119) señala que en el momento en que Mariátegui reconoce el problema del indio como el problema primario “se produce un vuelco discursivo hacia la asunción del problema de la nación peruana”, es decir, el de su inacabamiento y su incompletad originada en el hecho de la Conquista hispánica que impidió para siempre su desarrollo capitalista y lo condenó a un destino feudal. La tarea que se debe llevar a cabo consiste en reintegrar a la masa peruana, que en sus cuatro quintas partes es indígena y campesina y hasta ese momento se ha mantenido en un estado de marginalidad y atraso, al proceso de conformación del Perú como nación completa y acabada. En tanto esa tarea no sea cumplida, “el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no será peruano”. Mariátegui lleva a cabo un repensamiento de su nación, a la cual concibe no como una realidad abstracta y superior sino concreta y viviente. Ahora bien, la reconstrucción de la nación que Mariátegui plantea tiene un sentido bien definido: “…los que profesamos el socialismo, propugnamos lógicamente y coherentemente la reorganización del país sobre bases socialistas y –constatando que el régimen económico y político que combatimos se ha convertido gradualmente en una fuerza de colonización del país por los capitalismos imperialistas extranjeros-, proclamamos que éste es un instante de nuestra historia en que no es posible ser efectivamente nacionalista y revolucionario sin ser socialista”. En otras palabras, sólo el socialismo podrá abordar la tarea de reorganizar una realidad nacional esencialmente inorgánica, sólo el socialismo podrá liberar a las masas indígenas de su estado de marginalidad para integrarlas como núcleo fundamental de la nación peruana. Sólo a través del socialismo el Perú podrá retomar su verdadera identidad. La intención de Mariátegui no es de ningún modo aislar al Perú de las grandes corrientes mundiales, sean éstas económicas, sociales o culturales, sino afirmar la propia especificidad peruana en el marco de los cambios internacionales, evitando de esa manera todo cosmopolitismo abstracto. Ahora bien, ¿de qué manera concibe Mariátegui el sujeto histórico revolucionario que operará semejante transformación? ¿Cómo programar una política socialista sobre bases presuntamente reales? En otras palabras, siendo el socialismo un fenómeno urbano, cómo fusionar al proletariado como fuerza organizada con el campesinado indígena? Como señala Oscar Terán (Op. cit. p. 117), Mariátegui tuvo que “rechazar frontalmente un reduccionismo clasista según el cual a cada clase de la sociedad le corresponde una determinada ideología, siendo el socialismo la que debe ser portada naturalmente por el proletariado”. El campesinado indígena, revitalizado por el mito de la revolución socialista, -el cual encuentra la apoyatura necesaria en los elementos socialistas que subsisten en la comunidad india- se fusionará en un mismo y único bloque histórico con el proletariado industrial y urbano para la consecución del nuevo orden social. Dentro de ese bloque, la clase obrera, a pesar de su exigüidad numérica, gracias a su voluntad y disciplina oficiaría como potencia articuladora del movimiento, ya que sólo ella es capaz de portar un proyecto alternativo de nación.
Sólo a través de esta fusión constituyente del sujeto revolucionario podrá concebirse la construcción del socialismo, sólo a través del socialismo podrá pensarse la transformación del Perú en una nación verdaderamente orgánica. Señala Mariátegui (”Siete ensayos…”,  p.134): “La unidad peruana está por hacer; y no se presenta como un problema de articulación y convivencia, dentro de los confines de un Estado único, de varios antiguos pequeños estados o ciudades libres. En el Perú el problema de la unidad es mucho más hondo, porque no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de sentimiento, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena ni eliminarla ni absorberla”.


Héctor Levy-Daniel

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